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+ 18 - Demasiado calor para ser invierno - Erótica - Parte 1


* La lectura de esta entrada solo está permitida a mayores de 18 años.

* Cualquier copia o distribución sin consentimiento o mención queda expresamente prohibida.



I


—¿Volverás? —dijo ella tras su último gemido.

—No lo sé —respondió él, como si el silencio tuviera una mejor respuesta.

—Sabes que echaré de menos esto. Ya sabes, tu particular forma de quererme.

—Siempre estaré para ti, aunque sea en tus pensamientos.

—Eso espero.


El molesto tono de su alarma la despertó entonces, cuando aquel sueño que representaba su mejor y a la vez peor recuerdo empezaba a ponerse interesante.

Aun así no había podido evitar amanecer excitada, algo que se reflejaba en su ropa interior.

El grueso edredón nórdico que debía protegerla del frío se encontraba tirado en el suelo. Al parecer la agitación no había sido solo mental.

Apenas notó la ausencia de sábanas y fuentes de calor. Ella seguía caliente. Ni siquiera una heladora madrugada de invierno estaba consiguiendo disminuir la temperatura de su cuerpo.

Antes de que su imaginación dejase de dar vida a las imágenes que recordaba, cerró los ojos y empezó a deslizar sus manos por el vientre, produciendo que sus dedos empezaran a acariciar suavemente la piel. Bajó lentamente los brazos, recorriendo su torso al desnudo en dirección a sus húmedas braguitas brasileñas, como si él estuviera allí y pudiera susurrarle al oído que lo hiciera.

Deseaba que esas manos no fueran las suyas.

Simular cada caricia empezaba a resultar de lo más provocador y las ansias de placer ya eran casi incontrolables.

Una vez había levantado con el dedo índice su ropa interior introdujo su mano bajo ella, generando el desenfreno y la lascivia.


Movía sin cesar cada músculo. No trató de controlar sus gemidos. Resultaba mucho más erótico escucharse y recrear cada momento del pasado. Cada postura. Cada sensación de “no poder más”, oculta en constantes jadeos. Su pecho descubría unas pequeñas areolas junto a unos pezones endurecidos por el deseo. Sophie los masajeaba y presionaba en cada vaivén, sintiéndose libre para hacer todo lo que quisiera. Quería que él estuviera allí, haciéndolo por ella.

Echaba en falta la respiración en su cuello, la pasión tras el sexo, unos labios ajenos recorriendo su ser y rozando los límites de su entrepierna. No haber hecho el amor con nadie más que con Michael le ayudaba a fantasear a la perfección, rememorando su cuerpo desnudo y atlético haciéndole todo lo que ella nunca habría imaginado. Cada fantasía iba apareciendo, una tras otra, mientras el orgasmo estaba a punto de tomar presencia.


Antes de terminar pensó en esa frase. “Hacer el amor”. No, ella follaba. Hacía tiempo que era así. Esa era la verdad. Y ahora que Michael se había ido lo sería aún más. Solo él había sido capaz de romper sus barreras, ayudarle a experimentar y descubrir una amplia dimensión sexual, pero también era quien le había enseñado a querer.

No, ella tampoco quería. Ella amaba.

No creía que nunca nadie más pudiera hacerlo.


Ignoró sus malos pensamientos y volvió a gemir, esta vez más fuerte, hasta que la lubricación tras el orgasmo empapó por completo esas sábanas a las que tan poco uso había dado.

Suspiró.

Se pasó los próximos minutos sin cambiar de posición, exhausta.

Luego decidió irse a dar una buena ducha que le ayudara a terminar de despejarse e inhibir nuevos pensamientos que le hicieran volver a tocarse.


No siempre había sido así.

A sus 20 años, Sophie se consideraba una chica, o más bien una mujer, formal. La muerte de sus padres, cuando tenía tan solo 16, marcó su vida por completo. Tras el incidente, un accidente de coche, empezó a vivir con su abuela, la única que podía hacerse cargo de ella en aquel entonces. Una señora de 80 años, aunque bien cuidada, se convirtió en la exclusiva figura de autoridad que la podía controlar, lo que resultó determinante a la hora de abrirse a nuevas experiencias y formas de enfrentarse a la vida.

Los primero dos años resultaron asfixiantes. El duelo emocional y las ganas de desaparecer y estar sola se adentraron en los más profundos sentimientos de Sophie, que buscaba sin éxito una forma de volver atrás y cambiarlo todo.

Las amistades, los profesores e incluso su abuela se convirtieron simplemente en una especie de diana en la que poder expresar los problemas y la ira acumulada.

Ese fue el primer estímulo importante en su vida, sí, la rabia.


A los 18 todo cambió, cuando, en su fiesta de cumpleaños, a la que tan solo habían acudido unos cuantos compañeros de clase y algún familiar lejano, decidió romper con la rutina y aceptar la proposición de los más jóvenes entre sus invitados para acudir a un evento privado en la zona de discotecas.

Fue increíble. O al menos así lo recordaba.

Nunca se había sentido tan libre y con tantas fuerzas para comerse el mundo.

Aunque, en general, hasta entonces, su forma de vestir había sido bastante recatada, empezó a fijarse en cómo algunas de las personas que se encontraban en el local la miraban atentamente. Por una vez, parecían tener un significado positivo.

Se dio cuenta, por fin, de que no podría estar toda la vida sin enfrentarse a su sexualidad. Algo le decía que pronto llegaría la hora de calmar esa tensión que sufría cada vez que se imaginaba a un hombre quitándole la ropa.


A veces pensaba en ello y sonreía. Todo había cambiado tanto en apenas dos años que le resultaba interesante recordar los detalles e intentar determinar el momento exacto en el que cambió la prudencia y la discreción por la masturbación y la lencería.

Lo tenía claro. Había sido Michael. Ese chico que, con ocho años más que ella y una apariencia de 23, apareció en su vida de repente. Rememoró lentamente el instante en el que decidió entrar al baño a retocarse tras haberse bebido un par de cubatas en la fiesta a la que habían acudido. No iba borracha, aunque si se sentía cambiada. Menos atada al pasado.

Nada más salir, tras terminar de perfilarse los labios con un discreto pero impactante color rojo oscuro, le vio. Poco después de presentarse y, tras caer rendida ante una mirada penetrante, se encontraba sin pensarlo demasiado apoyada contra la pared, mientras besaba a un prácticamente desconocido que había conseguido romper todos sus prejuicios y ganas de salir corriendo. Fue la primera de las mayores situaciones excitantes que jamás había vivido. Nunca la habían besado con tanta pasión, ni generado en ella una presión contra su cuerpo tan sumamente estimulante.

A pesar de todo decidió frenarse, no quería que su primera vez fuera con un extraño; a la desesperada.


Sorprendida por la grata respuesta de Michael, se pasó el resto de la noche hablando con él; conociéndole.

Cada palabra que oía le daba más y más confianza sobre el tipo de persona con la que estaba tratando. Era raro, sí, pero siempre había confiado en sus instintos.

La música del lugar se quedó por unos segundos en silencio, mientras fijaba su mirada en los labios de Michael y olvidaba cualquier ruido ajeno a su voz. Una voz seria pero amable. Unos ojos verdes, apenas diferenciables entre los focos de colores, pero que parecían ocultar un universo de sensaciones. Un mundo nuevo con el que, inexplicablemente, sentía un intenso vínculo que aún estaba por descubrir.

Y así fue.

Los próximos días se convirtieron en una rutina en la que Michael y Sophie quedaban y seguían contándose cada una de sus historias. Fue en ese intervalo de tiempo en el que ella empezó a explorar con mayor profundidad su cuerpo. Había conseguido alquilar un pequeño apartamento en el centro de la ciudad que pudo estrenar nada más cumplir la mayoría de edad. Esa sensación de seguridad al vivir sola y sentir que nadie podía escucharla fue el impulso que necesitaba. Una tarde, después de una quedada con Michael, no pudo evitar quitarse la ropa y deslizar con cuidado sus dedos bajo la cintura. Su lengua humedeció los dedos antes de empezar, aunque su lubricación era suficiente.

Fue esa experiencia la que le enganchó desde el principio. Sentir tanto placer hizo que se arrepintiera, cada segundo que movía sus manos, de no haberlo hecho antes.

No tardó en encontrar el punto clave que la llevaría al orgasmo.

Su primer orgasmo.


Acabó como empezó, imaginándose el cuerpo al desnudo de ese misterioso chico que tanto interés había despertado en ella.

Cambió su mentalidad, mientras mordisqueaba sus propios labios y se imaginaba con Michael a su lado, observándola mientras se tocaba.

Se sorprendió de sus propias perversiones. De sus fantasías. Pero no tardó en comprender que ya tenía una edad para abrirse a nuevas experiencias. Era la hora.  Él era el indicado para enseñárselo todo.


Tres “citas” llenas de emociones, confianza y sinceridad hicieron falta para que, a la cuarta, decidieran dar rienda suelta a sus deseos sexuales.  Ocurrió en el apartamento de Sophie, entre las cuatro paredes de una habitación que no contenía más que una cama individual y unas cuantas fotos de su infancia. Michael se ocupó de que el tamaño de la cama fuera suficiente. Las posturas lo permitieron.

Ella se dejó llevar. Era su primera vez pero él consiguió que se sintiera tan segura como si fuera la enésima.

Primero Michael se puso encima, saco un preservativo extra fino que extrajo de su envoltorio tras un mordisco y acabó de desnudarla lentamente.


La sala empezó a calentarse y los cristales de las ventanas a empañarse, poco a poco.

Ella cerró los ojos.

Una vez sus cuerpos se habían rozado al desnudo tuvo miedo, miedo del dolor que pudiera ocasionarle. Michael, consciente de ello, le susurró:

—Tranquila, lo haré despacio —El susurro erizó las fibras más sensibles de una chica incapaz de aguantar un segundo más la excitación.

Minutos después la palabra “despacio” desapareció. Solo los constantes jadeos rompían el silencio, acompañados de intensos “¡más deprisa!”.

Esos momentos fueron, definitivamente, los que transformaron la rabia como forma de expresión en sexo.


Sexo con amor y amor sin sexo.


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David García Marín

Todos los derechos reservados.

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